Una cuestión que podría generar un buen debate es definir qué tipo de cultura judía se desarrolló durante la última centuria y si influyó en la creación argentina como algo determinante o si fue solamente un elemento adventicio del gran tronco, que poco y nada contribuyó al árbol que representa a nuestro país en el bosque cultural de las naciones. Para acotar el enorme territorio que se conoce bajo la denominación de cultura voy a considerar la expresión literaria, de la que me considero ciudadano.
Alberto Gerchunoff, el celebrado autor de Los gauchos judíos, tuvo en cuenta no sólo la originalidad de sus historias sino la riqueza del idioma castellano, instrumento incondicional de integración a la nueva tierra. El maestro Gerchunoff nos legó un único mandamiento: hacer del idioma castellano nuestro idioma y en consecuencia preocuparnos por respetarlo, cultivarlo y, en lo posible, mejorarlo. En consecuencia, su buen uso debe ser una preocupación constante del escritor judeo-argentino. El desvelo permanente por el bien decir y mejor escribir ha sido el gen dominante en la transmisión de la palabra. Sin embargo, me pregunto si ésa ha sido una contribución apreciada a la hora de reconocer aportes fundamentales de los intelectuales judíos a la cultura nacional argentina.
Otra cuestión se refiere a la temática abordada por los escritores argentinos de origen judío.¿Qué identifica a un autor judío de un colega gentil?¿Para ser un creador literario judío se deben abordar temas exclusivamente judíos?¿Es suficiente que en una historia dada el personaje González se transforme en Bielinsky para transmutarse en una novela judía?¿Es una cuestión de apellidos?¿De sensibilidad?¿Raíces, tradiciones?
Me imagino que a Sholem Aleijem y a la pléyade de autores idish, que destacaron entre fines del 1800 y comienzos del 1900, estas cuestiones los tenían sin cuidado. Sumergidos en el mundo del shtetl, aunque ellos mismos conocieran el mundo exterior, sus personajes no tenían otra alternativa más que ser judíos a pesar de algunas disidencias con el destino impuesto. Ellos eran judíos y los demás los veían como judíos. Algo similar ocurre en la narrativa del moderno Estado de Israel: Amos Oz o A.B.Iehoshua han tenido la oportunidad de adquirir una conciencia clara del exterior; ellos no viven en un gueto ni encerrados en una burbuja opaca, pero a la hora de incluir personajes en sus historias, locales o universales, ellos no se cuestionan si serán o no judíos, israelíes, o ambos.
De esta manera hemos transitado los últimos cincuenta años en una ambivalencia que no termina de definirse. La ficción, la memoria autobiográfica, el ensayo han dado nombres que alcanzaron relieve. Ellos han realizado su aporte a la literatura argentina desde su óptica judía, pero ¿han tenido el mismo éxito cuando su creación visitó las fuentes judías a partir de su ser argentino?¿En qué medida la temática judía en sí puede despertar interés en un lector medio no judío? ¿Debemos, pues. desgajarnos y escribir un doble mensaje: literatura judía para nuestras acólitos y literatura gentil para los demás?
Ante este panorama, rápidamente gana espacio la dicotomía entre el "ser argentino" y el "ser judío", términos de una relación que se define como inversamente proporcional, en cuanto que si uno se incrementa, el otro decrece. Desde el exterior, no se acepta la coexistencia de la naturaleza argentina y judía. Más allá de la conjunción copulativa, lo que se impone es la disyunción.
Para llegar a la unidad del yo en un medio extraño, que es una forma de identidad plena, debe verificarse la igualdad completa entre el "ser argentino" y el "ser judío", operación, sin embargo, que no debe disolver actitudes propias de cada forma sino articular características en una sumatoria creadora y no limitante. A pesar de ello, algunos judíos, que lamentablemente no son pocos, creyeron que hacer prevalecer su "ser argentino" implicaba abandonar las raíces y liquidar de ese modo sus rasgos particulares. Ese ingreso a la mayoría, sin embargo, conlleva la disolución de la identidad, la licuación de elementos esenciales en aras de un anonimato que no crea conflictos aparentes, pero cuyo sustrato está siempre presente y latente. Desaparecer como judío y emerger como argentino a secas obra como una ilusión efímera. Sumergirse en la mayoría, proletarizarse a costa de perder la identidad que es propia, no prestada ni simulada, lleva a desgarramientos peores por insatisfacción porque las mayorías no proponen soluciones a la angustia existencial, es tan sólo un dejarse llevar sin voluntad. Se pierde el cuerpo, mas la conciencia sigue viva y más aún si es esa conciencia la que ha provocado buscar este último recurso.
En consecuencia, ese "ser judío" debe ser parte integrante de nuestro Ser. El judaísmo posee una potencia creadora que es propia de su milenaria vitalidad. Esa trayectoria se ha sustentado en un firme apego a la vida, a la incorporación de valores que en la mayoría de los casos han sido de su propia invención y otros adaptados bajo el imperio de la aflicción. Todos ellos han conformado un corpus que no dudamos en calificar de "judío".
Esa propia característica es la que debe trascender, tanto en nuestra vida de relación como la que se vuelca en la creación artística. Sea en la literatura, las artes plásticas, la música, todas ellas en sus más variadas expresiones, podrán convertirse en terreno fértil para que esa potencia devenga en acto.
En ese intento por expresar lo judío no se exige al autor la construcción de epopeyas o relatos imponentes o siquiera una consciente dedicación al tema. El abanico de posibilidades que se abren abarca tanto el desarrollo de los ideales más nobles y la consolidación de un pensamiento libre como la no menos intensa recreación folklórica, la recuperación del idish como idioma esencial, la cocina, la picaresca de grupos marginados, gestos, la lengua cocoliche.
La descripción del interés que pueda despertar la temática judía como tal en un lector medio no judío merece recorrer algunos ejemplos En el año 1970, Marcos Aguinis ganó el prestigioso premio Planeta con una novela que para esos tiempos era poco menos que diabólica, La cruz invertida. Polémica, controvertida, atacaba el corazón de la religión oficial. Fue un éxito. A partir de entonces, Aguinis fue el estandarte de lo no convencional y para pesar de muchos lo hacía desde una posición de judío militante. Así vinieron Carta esperanzada a un general (1983), Un país de novela (1989), Nueva carta esperanzada a un general (1996), sin olvidar la fascinante La gesta del marrano en la que ataca despiadadamente el máximo símbolo del Cristianismo al que tilda de "instrumento de tortura" (pg. 433) y más recientemente su proclama ¡Ay, patria mía!
En 1995, la filósofa Diana Sperling publica su ensayo Genealogía del odio. Sobre el judaísmo en Occidente. Allí propone la disolución de la metafísica aristotélica como columna vertebral del pensamiento occidental y su reemplazo por las enseñanzas de la religión judía, pasando por alto al Cristianismo al que asimila al pensamiento clásico griego. Un año después, el filósofo Santiago Kovadloff presenta Lo irremediable. Moisés y el espíritu trágico del judaísmo, donde se marcan similitudes entre el judaísmo y la mitología griega inspiradora de la tragedia como género literario, y un paralelismo entre el legislador hebreo y Edipo.
Estos tres autores generan un espacio para la polémica con su atrevimiento de poner en duda lo establecido, lo inconmovible, lo definitivo. Estos tres autores judíos nos señalan el camino, a pesar de lo cual no es el único pues los otros que hemos mencionado siguen siendo válidos y recorrerlos en toda su extensión depende de quien inicia la marcha. Lo que realmente importa es que ante cada elaboración de un creador judío se adquiera la certeza ineludible de que se estará en presencia de un elemento del cual no se podrá prescindir, además de su calidad artística, por constituirse en un registro de lo diferente, cuestionador de la realidad, agresivo contra las verdades aceptadas como definitivas. En una palabra, que muestra el otro lado de las cosas. O con las palabras más precisas de Saúl Sosnowski: "La percepción pública debe ir del extrañamiento ante el ser judío a la aceptación de que el ser judío sea la clave para comprender la turbulencia de ciertas historias y de todo tiempo. Se trata de verlo como índice de resistencia ante la represión masiva que sólo se autosatisface con la desaparición del inconforme". Y a partir de allí, "interesar no sólo al judío por su cuota de reconocimiento sino también al no-judío por su dosis de marginalidad frente a los ejes que adopta para definir su cultura y por la lectura renovada que hace de su propio pasado".
En este contexto, cobran también importancia los personajes judíos. No deben ser vistos como paradigmas o arquetipos, o resumiendo sobre sí virtudes y defectos. Ni el bueno legendario o el malo recalcitrante. Ni el Mesías salvador ni el demonio siempre dispuesto a hacer caer a los desprevenidos. Tan sólo gente común que vive alegrías, tristezas, esperanzas y decepciones, que expresan su judaísmo desde el centro vivencial o el margen desgarrador, pleno de dudas, sin olvidar las insinuaciones de un exterior colorido y saturado de tentaciones. Pero su actuación asimismo ha de reflejar el medio en que habitan, con la absoluta libertad de expresar opiniones, creencias y todo cuanto les inspire la realidad del país que han elegido para desarrollar su experiencia vital. Los judíos somos cuestionadores por naturaleza y como señalé más arriba, siguiendo el concepto de Sosnowski, eso nos convierte en un "índice de la resistencia" frente a cuestiones que comprometen el devenir normal de la existencia.
En esas indagaciones el escritor judío puede ser puente hacia una comunicación constructiva con lectores que buscan otra mirada a las cosas que les suceden. En una época signada por la existencia de consumidores acríticos, la globalización, el pensamiento débil y la defunción por decreto de los grandes relatos emancipadores, el judaísmo emerge con la suficiente potencia para encabezar su propia búsqueda del sentido de la existencia, proponiéndola como alternativa cierta ante los embates de una posmodernidad interesadamente decadente, y los escritores judíos con la capacidad para llevar a cabo tal exploración. El resultado, naturalmente, dependerá del grado de compromiso que posea el creador con sus raíces ancestrales.
Son tiempos difíciles pero lo serán más si acallamos la creación judía, creación que sobrevivirá si nos escapamos de los moldes pasivos que se imponen desde afuera y, como siempre, nos mostramos provocativos, desafiantes, abiertos a la polémica con nuestros libros. Lo que se dice en buen idioma hebreo, jutzpáh.
BIBLIOGRAFÍA
Aizemberg, Edna. Books and Bombs in Buenos Aires. Borges, Gerchunof and Argentine-Jewish Writing, and. Brandeis University Press, New England (USA), 2002.
Aguinis, Marcos. La gesta del marrano, Editorial Planeta Argentina, Buenos Aires, 1992.
Gerchunoff, Alberto. Los gauchos judíos. Centro Editor de América Latina, Colección Capítulo, Buenos Aires, 1968 (primera edición en 1910).
Kovadloff, Santiago. Lo irremediable. Moisés y el espíritu trágico del judaísmo. Emecé Editores, Buenos Aires, 1996.
Onega, Gladys S. La inmigración en la literatura argentina. Galerna, Buenos Aires, 1969.
Senkman, Leonardo. La identidad judía en la literatura argentina. Pardés, Buenos Aires, 1988.
Sosnowski, Saúl. La orilla inminente. Escritores judíos argentinos, Editorial Legasa, Buenos Aires, 1987.
Sperling, Diana. Genealogía del odio. Sobre el judaísmo en Occidente. Emecé Editores, Buenos Aires,1995.
Viñas, David. Literarura argentina y política: de Lugones a Walsh. Sudamericana, Buenos Aires, 1990.
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