lunes, 24 de agosto de 2009

EL TERRORISMO Y LOS PUEBLOS

EL TERRORISMO Y LOS PUEBLOS

PABLO A. FREINKEL


Dos o tres semanas atrás los medios periodísticos informaban acerca de una serie de atentados que la ETA, la organización terrorista vasca, había perpetrado en diferentes ciudades españolas, con el costo de vidas humanas y destrozos materiales. Inclusive el estado en que había quedado el edificio atacado en Palma de Mallorca tenía estremecedoras reminiscencias con el atentado cometido contra la sede de la AMIA, en Buenos Aires, hace ya quince años.
La indignación una vez más se hizo carne en el pueblo español aunque en esta ocasión no salieron a la calle para expresar su repudio. Hasta el rey Juan Carlos, quizás cediendo a sus genes reales, reclamó con sonoras palabras el fin de esos ataques indiscriminados y de sus perpetradores. Esas declaraciones sonaron demasiado cercanas para nuestra sensibilidad argentina; palabras como “aniquilación” remiten al comienzo de la más trágica etapa de la propia historia reciente.
No hay duda de que los españoles están decididamente en contra de las acciones terroristas de la ETA y que sólo son apoyadas por un minúsculo grupo, por lo general desde la clandestinidad y a través de medios de prensa de circulación reducida. Por supuesto, la expresión negativa que despierta el crimen de personas inocentes en circunstancias arteras, cobardes, debe merecer la condena unánime del mundo civilizado y respetuoso de los derechos humanos sin etiquetas. Pero me pregunto por qué el pueblo español y sus gobiernos, de cualquier signo ideológico que sean, demuestran su constante oposición a esas manifestaciones de odio. Una parte de ese interrogante está ya respondido: porque son civilizados y respetuosos de los derechos humanos. No obstante, hay algo más. Como todo hombre y mujer que se precie, y esto es un axioma que se observa a lo largo y lo ancho del mundo, se consideran honestos, trabajadores, fieles a sus principios (religiosos, políticos o deportivos), amantes de sus familias. En una palabra, son buena gente. Y por eso no se merecen la carga de odio destructivo a que los someten los separatistas vascos.
Mar Mediterráneo mediante, hacia el poniente, existe un pequeño país que desde hace sesenta años no puede establecer la paz con sus vecinos; ni siquiera es reconocido por ellos, excepto por dos que mantienen una paz fría a despecho de las innumerables ventajas que podrían obtener si el intercambio fuera activo. Ese Estado, de poco más de siete millones de habitantes, se ve sometido a la amenaza permanente de grupos belicosos que no sólo desean obtener concesiones permanentes ante sus demandas, sino que en el fondo anhelan su destrucción, que lisa y llanamente desaparezca de los mapas de los demás, porque en los suyos ni siquiera figura. Claman por sus derechos supuestamente violados en todo estrado regional, nacional o multinacional al cual consiguen llegar, ondean sus banderas reivindicatorias mientras exhiben al mundo el tratamiento que reciben por sus actividades, única manera posible ante la intransigencia de quienes lo someten. Israel, dicen, es el opresor, el Estado terrorista, el de las respuestas desmesuradas. Incapaces de enfrentarse a sus soldados en un combate de igual a igual, sus descargas operan contra objetivos civiles: coches-bomba, suicidas en colectivos, bares, centros comerciales, universidades, jardines de infantes. El objetivo es hacer el mayor daño posible, crear el caos y, por supuesto, matar.
¿Acaso no hay buenas personas en Israel? Que amen a sus familias, que defiendan sus principios, que se preocupen por los derechos humanos, honestos, trabajadores, civilizados...
El pueblo español está convencido de sus cualidades y del modelo humanista y democrático de su conciencia, por lo tanto no comprenden las razones por las cuales los terroristas vascos los han elegido para morir por su guerra independentista. Ellos no se merecen semejante distinción. Todo lo contrario, según su óptica, ocurre con los israelíes. Su Estado, no sus gobiernos, es el paradigma de la opresión, el avasallamiento, el ahogo y la violencia sin medida contra los palestinos, que únicamente desean desarrollarse en paz, que son víctimas y que responden como tales. En consecuencia, en semejante silogismo, el pueblo de Israel merece ser atacado, masacrado, denigrado, ofendido. Después de todo, ellos se lo han buscado...
Esta lógica demuestra que el terrorismo de ETA es malo porque agrede a un pueblo bueno como el español, que no ha hecho merecimientos para recibir ese trato desconsiderado, en tanto que el terrorismo fundamentalista islámico es bueno porque su designio es minar el dominio de su victimario, el pueblo israelí, que por tal motivo es malo y merece tal reacción. Esta teoría de los dos pueblos y los dos terrorismos es falsa porque los pueblos son innumerables, cada uno con sus características, sus naturalezas y sus diferencias. Sin embargo, existe un solo terrorismo, una sola modalidad que se basa en la alevosía de sus realizaciones, que golpea sin distinciones y con absoluta carencia de sentido humanitario. Mientras no se comprenda esta propiedad absoluta del fenómeno terrorista y se continúe buscando atenuantes para sus movimientos, la realidad nos dará permanente cuenta de sus arbitrariedades manchadas de sangre inocente.

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