Plantear como pregunta el significado que tiene en la actualidad ser judío implica de hecho la existencia de un conflicto sobre identidades. Asimismo, sugiere una búsqueda que defina esencialmente los límites de esa condición.
Cómo se es y en qué punto se deja de ser parecerían ser los extremos en que evoluciona la percepción que cada uno puede llegar a tener de la particularidad de pertenecer al pueblo hebreo. Digo percepción y digo particularidad porque ambos conceptos corresponden de manera unívoca a una experiencia personal. Cada judío conoce y reconoce su judaísmo, que lo hace único frente al cuerpo de creencias, ideas, principios, historia, tradiciones y acontecimientos dolorosos y festivos que a lo largo de milenios ha ido componiendo el espíritu de la fe nacida al pie del monte Sinaí.
¿Es lícito hablar de selectividad en cuanto se refiere a la doctrina o se debe tomarla como un bloque inexpugnable? ¿Puedo elegir lo que me gusta más, lo que me resulta más atractivo y abandonar aquellos aspectos que me dejan un sabor amargo en la boca? ¿Me quedo con la alegría de Purim y la gesta mayestática de Pesaj, mientras hago a un lado la trágica noche del nazismo y los horrores de la Shoá?
Deberíamos decir que el judaísmo es uno solo, sin embargo los judíos somos muchos-aunque no tantos como desearíamos-, y apelando a una antigua fórmula afirmar que donde hay dos judíos, hay tres opiniones. Pues sí, ni la rígida ritualización que desemboca en el vacío ni el eclecticismo que conduce a la relajación de normas ancestrales. Si el judaísmo ha sobrevivido treinta siglos es porque supo conservar, a semejanza de una célula, su núcleo en un medio plástico, adaptable, poco convencional pero fuertemente convencido de sus valores.
¿Hasta hoy? Porque si preguntamos por su significado es debido a que encontramos una fisura en esa cubierta protectora, por la que puede derramarse al exterior su contenido o ser invadida por elementos que pondrían en riesgo la naturaleza de su ser.
Podríamos entonces empezar a considerar la naturaleza de esa fisura, o quizás mejor expresado, resquebrajamiento. Una cuestión de tales características puede responder a factores internos o externos. Los desencuentros intestinos que padecemos los judíos son milenarios pero responden a una dinámica propia que nos define y nos da ese cariz tan particular. Durante la mayor parte de nuestra historia esas diferencias se resolvieron, al menos en su superficie, cuando desde el exterior una amenaza se cernía sobre la comunidad y como un solo bloque la judería la enfrentaba, quizá manteniendo la individualidad de cada grupo, pero con un objetivo común. Tal como dramáticamente ocurrió bajo la dominación romana, en los años previos a la destrucción de Jerusalem (año 70 de la era común) cuando diferentes sectores quisieron llevar a cabo su propia guerra contra Roma. El resultado fue su radicalización, su aislamiento y la violencia entre ellos, con la posterior derrota ante los legionarios. Siglos de odio, intolerancia, apartamiento condujeron a la formalización de comunidades cerradas, con un contacto mínimo con el entorno circundante, reducido tan sólo a lo necesario y de manera totalmente impersonal. La última experiencia trágica en ese sentido sucedió durante la dictadura militar argentina, entre los años 1976-l983.
Como se puede observar, aun cuando la convivencia de los judíos dentro de su marco pueda ser conflictiva y, en algunos casos hasta destructiva (sin embargo, la vocación por la pervivencia es siempre muy superior a las tendencias tanáticas, si se permite el término), debemos posar nuestra mirada en el exterior y registrar los cambios en la temperatura política que se registran allí.
¿Es tan sólo cuestión de política? Yo creo que sí.
Los países en que la democracia como forma de vida llevada a su organización política constituye una tradición, poseen como elemento arraigado en sus constituciones el respeto a las minorías religiosas (aunque puede no existir la misma consideración hacia otras minorías, entre ellas, étnicas y sexuales). Ello trae consigo no sólo el respeto de la mayoría hacia las mismas, sino, fundamental, el respeto de esas colectividades hacia su interior. El saberse respetado, protegido por las leyes, amparado por los más altos estrados de la justicia, promueve en la persona y su comunidad de origen una valorización creciente de sus potenciales y la seguridad que otorga confiar en el sistema. Aun cuando puedan cometerse errores o desviaciones malintencionadas, la red de instancias que asisten al ciudadano es tal que ellos pueden subsanarse manteniendo incólume los principios consagrados.
En cambio, aquellos países en los que los valores democráticos no se encuentran arraigados, ya sea por ausencia de vocación de sus líderes, desinterés de sus habitantes, entregados a la ilusión demagógica de dirigentes carismáticos u obligados a una permanente discusión por temas sociales y económicos, que diluyen de sus horizontes otras perspectivas que hacen al fondo de una nación, o continuas interrupciones del orden constitucional ocasionando la anulación de proyectos que sólo a largo plazo pueden madurar y hacerse efectivos, las comunidades extrañas al tronco común mayoritario no tienen otra alternativa que procurarse a sí mismas el espacio en el cual desarrollarse y prosperar, material como espiritualmente, cuidando de no molestar al administrador de turno.
Ante la ausencia de un marco legal que proteja los derechos de esas colectividades a diferenciarse precisamente de ese tronco común mayoritario, la tierra de nadie que supone esa carencia se manifiesta en la falta de respeto que debe existir hacia ellas, y como dije más arriba, se traduce en la dilución del propio respeto, que muchas veces se paga con el desvanecimiento de la identidad, la renuncia a valores esenciales y echando al olvido el cuerpo de doctrinas, tradiciones e instrucción que operan como referencias de esa comunidad. La mayoría de las veces este proceso no es voluntario. Se expresa como un lento deslizamiento por acomodamiento a una realidad que se hace cada vez más opresiva. Obra en el inconsciente y cuando la persona, tanto como su comunidad, advierten los nefastos resultados suele ser muy tarde. La asimilación se ha cumplido.
Este puede ser uno de los posibles desarrollos de los que he hablado al principio de este ensayo. La evolución desde un centro hacia una periferia, desde un judaísmo pleno hasta una pérdida total de sentido judaico. Y, por supuesto, una significación nula.
Sin embargo, la disolución de la identidad judía puede sobrevenir por causas más sutiles, mucho más elaboradas que la ausencia de un marco legal que regule el respeto entre mayorías y minorías. Hacia allí nos embarcamos.
En una época signada por el fin del pensamiento crítico, la ausencia de relatos fundacionales y la velocidad en que todo parece consumirse, la persona empieza a perder densidad. Cae en el abismo de la superficialidad, cede ante las presiones de un medio que es únicamente imagen. No hay tiempo para la cristalización; en el proceso, el sólido pasa a líquido y éste a vapor que es rápidamente disperso por los vientos de la renovación.
En este escenario sin matices, un factor definitorio como la identidad ha comenzado a perder su sentido. La identidad nos hace seres únicos, diferenciados, nos presenta al mundo con nuestra potencia de sentimientos y posibilidades. Las comunidades, desde los grupos afines hasta las naciones, se conforman a partir de personas con rasgos comunes en su pensamiento y particularidades, base que sustenta a la identidad. Identidades múltiples nos hacen partícipes de colectividades diversas: el club, el barrio, la ciudad, el país, la religión, la cultura, los partidos políticos. A pesar de esa diversidad, en nuestro interior está presente el alma de lo que somos, de lo que nos hace ser una individualidad. Hoy la identidad aparece como un dique necesario para hacer frente al remolino de la unificación. Zygmunt Bauman asegura que "la búsqueda de la identidad es la lucha constante para dar forma a lo informe"(1). Más adelante sostiene que "las cosas deliberadamente inestables son la materia prima para la construcción de identidades necesariamente inestables"(2). Con el propósito de dar forma a esta necesidad, ha surgido en los centros académicos franceses y estadounidenses un movimiento denominado Multiculturalismo o Estudios culturales que intenta salvar la identidad cultural de los pueblos, en oposición a una supuesta identidad política devastada, cuyo objetivo es revalorizar las singularidades de cada grupo humano, peculariedades culturales, costumbristas, de producción y consumo, tradicionales en su más amplio concepto. Al reponer en un primer plano a esas comunidades, se piensa que el fenómeno unificador se debilitará y terminará por perder eficacia, devolviendo la independencia a los sojuzgados habitantes del infierno consumista. En palabras de Beatriz Sarlo: "El multiculturalismo ha creado escenarios llenos de promesas. Como forma de relativismo cultural afirma el lugar de la diferencia como espacio que debe ser respetado en términos democráticos y es relativamente optimista frente a la fragmentación de lo social y descubre el principio de la autonomía y de la resistencia en el despliegue de las diferencias culturales"(3).
Sin embargo, los estudios culturales carecen de una línea orgánica de pensamiento, lo cual ha creado una mayor confusión en la situación actual porque al poner de manifiesto las cualidades intrínsecas de cada pueblo, generalmente al margen del centralismo europeo que representa la esencia de la Modernidad, lo que ha hecho es liberar atávicas condiciones de vida que en poco y nada pueden contribuir a esa lucha que se proponen librar. Así, lo que parece ser un arma se convierte en una mera representación exótica que atiza el odio y el resentimiento antes que un justo reclamo de igualdad. Recuperar expresiones del pasado y exhibirlas como antecedentes para reivindicar derechos políticos no parece ser el camino a seguir. Por el contrario, se asemeja en mucho a un nuevo capítulo de la sempiterna confrontación entre el Modernismo y sus adversarios, entre la racionalidad y el irracionalismo, entre la civilización progresista y las oscuras ideologías que propugnan dictaduras redentoras.
En consecuencia, ¿cómo se conjuga un universo multicolor, atractivo, pleno de incógnitas, muchas de ellas actuando como disolventes de la propia identidad, con el ámbito del judaísmo?
Para lograr una aproximación, consideremos el siguiente modelo. Imaginemos una esfera en el espacio. Al intersecarla con un plano, sobre éste queda delimitado un círculo y todos saben que la semirrecta que une su centro con un punto del perímetro de la circunferencia se denomina radio. Consideremos que en el interior de esta figura plana hay una sustancia que se denomina "judaísmo", cuya densidad es mayor en torno al punto central y que va disminuyendo, a modo de gradiente, a medida que por el radio nos dirigimos al exterior, cuyo contenido es todo aquello que no recibe el nombre de "judaísmo", representado por los elementos que he mencionado más arriba, y que constituye una fuerza atractiva de consideración, que supera a las fuerzas interiores próximas al perímetro. También aceptemos que la circulación a través del gradiente consume menos energía si nos movemos de adentro hacia afuera. La circunferencia es permeable, por consiguiente en los bordes la interacción entre ambas sustancias es posible, pero como el gradiente es negativo hacia el punto central, el elemento que rodea al círculo no llega hasta él; se neutraliza en alguna región. Consideremos un punto que se traslada desde el centro hasta el exterior.
Este modelo me va a ser útil para explicar algunas situaciones. En torno al punto medio, la "concentración" de judaísmo es tal que no genera ninguna alternativa diferente. La religión, las tradiciones, las enseñanzas clásicas repelen cualquier mixtificación, las formas absolutas se transfieren de padres a hijos y no se ponen en duda los principios ancestrales. Las fuerzas internas son de tal magnitud que no permiten, sino raras excepciones, la diáspora de sus integrantes. Ocurre a veces, que ese punto central atrae a otros que se hallan alejados de él en un proceso inverso al que aquí estoy describiendo.
Entre el abigarrado sector lindante con el núcleo y el área próxima al margen, se desarrolla una extensa zona en la cual es posible aprehender los elementos externos sin abandonar los propios. Es decir, allí el judaísmo con sus virtudes prevalece pero no desdeña las cualidades que puede ofrecer el entorno, la interacción enriquece las perspectivas y el ideal sería que ese enriquecimiento fuera mutuo.
Por último, en las proximidades del contorno y en íntima relación con el exterior se encuentra la franja más débil de los fundamentos judaicos. La gran presión que ejerce el animado mundo multicolor opera como un atractivo indisoluble que pronto atrapa las voluntades de quien precisamente se ve esquivo de voluntad judía. La emigración se verifica casi en forma espontánea y el yo ancestral se aniquila por la ausencia total de compromisos frente a la comunidad de origen.
Lo que antecede es un modelo y nadie asegura que se compruebe en un cien por cien lo expuesto. Sin embargo, puede ser de alguna utilidad a la hora de definirnos como judíos habitantes de ese universo abierto, fascinante, seductor, fuertemente cuestionador de nuestro ser, que describo más arriba. Para aquellos que aceptamos la diversidad como algo que nos aporta cultura, conocimientos o distracción, el otro diferente se sitúa ante mí como referencia ineludible de mis valores. Pero cuáles son éstos que yo como judío puedo aportar a esa ecuación para que tenga sentido. Se trata, en palabras de Fernando Savater, del "mínimo común denominador" de los valores(4), y que entre los herederos de Moisés son los que nos fueron dados al pie del monte Sinaí, la ética, las palabras de los profetas, el respeto a la vida, los derechos humanos y quizás una mirada más experimentada de las cosas de este mundo. Desde un centro absoluto hasta un límite que licúa relaciones con la trascendencia (y que a pesar de ello no debe ser descartado como elemento de aprendizaje), el alma judía tiene los suficientes reparos para desarrollarse a partir de una educación consagrada a ponerlos de relieve y ofrecer así pautas que posibiliten la vida en el margen, sin el riesgo de caer en la disolución. A partir de esta educación sólida, consolidada, daremos a nuestra comunidad la fuerza necesaria para reclamar los derechos que nos son inherentes ante las administraciones estatales, y además, hacia el interior de la misma, evitaremos de raíz las preguntas acerca de la significación de ser judío en la actualidad y que al cuestionar nuestra identidad sólo aportan mayor confusión a la realidad circundante.
Notas
(1)-Zygmunt Bauman, "Modernidad líquida", Fondo de Cultura Económica de Argentina, Buenos Aires, 2002, pg.89.
(2)-Id. pg.92.
(3)-Beatriz Sarlo, "Sensibilidad, cultura y política: el cambio de fin de siglo", en "Observatorio siglo XXI. Reflexiones sobre arte, cultura y tecnología", José Tono Martínez (comp.), Editorial Paidós, Buenos Aires, 2002.
(4)-Fernando Savater, "Globalización de los valores", en José Tono Martínez (comp).Op.cit.
lunes, 14 de septiembre de 2009
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