lunes, 14 de septiembre de 2009

POSIBILIDADES Y RIESGOS DE UNA VIDA EN EL MARGEN

Plantear como pregunta el significado que tiene en la actualidad ser judío implica de hecho la existencia de un conflicto sobre identidades. Asimismo, sugiere una búsqueda que defina esencialmente los límites de esa condición.
­Cómo se es y en qué punto se deja de ser parecerían ser los extremos en que evoluciona la percepción que cada uno puede llegar a tener de la particu­laridad de pertenecer al pueblo hebreo. Digo percepción y digo particu­laridad porque ambos conceptos corresponden de manera unívoca a una experien­cia personal. Cada judío conoce y reconoce su judaísmo, que lo hace único frente al cuerpo de creencias, ideas, principios, historia, tradiciones y aconteci­mientos dolorosos y festivos que a lo largo de milenios ha ido componiendo el espíritu de la fe nacida al pie del monte Sinaí.
¿Es lícito hablar de selectividad en cuanto se refiere a la doctrina o se debe tomarla como un bloque inexpugnable? ¿Puedo elegir lo que me gusta más, lo que me resulta más atractivo y abandonar aquellos aspectos que me dejan un sabor amargo en la boca? ¿Me quedo con la alegría de Purim y la gesta mayestática de Pesaj, mientras hago a un lado la trágica noche del nazismo y los horrores de la Shoá?
Deberíamos decir que el judaísmo es uno solo, sin embargo los judíos somos muchos-aunque no tantos como desearíamos-, y apelando a una antigua fórmula afirmar que donde hay dos judíos, hay tres opiniones. Pues sí, ni la rígida ritualiza­ción que desemboca en el vacío ni el eclecticismo que conduce a la relajación de normas ancestrales. Si el judaísmo ha sobrevivido treinta siglos es porque supo conservar, a semejanza de una célula, su núcleo en un medio plástico, adaptable, poco convencional pero fuertemente convencido de sus valores.
¿Hasta hoy? Porque si preguntamos por su significado es debido a que encontra­mos una fisura en esa cubierta protectora, por la que puede derramarse al exterior su contenido o ser invadida por elementos que pondrían en riesgo la naturaleza de su ser.
Podríamos entonces empezar a considerar la naturaleza de esa fisura, o quizás mejor expresado, resquebrajamiento. Una cuestión de tales características puede responder a factores internos o externos. Los desencuentros intestinos que padecemos los judíos son milenarios pero responden a una dinámica propia que nos define y nos da ese cariz tan particular. Durante la mayor parte de nuestra historia esas diferencias se resolvieron, al menos en su superficie, cuando desde el exterior una amenaza se cernía sobre la comunidad y como un solo bloque la judería la enfrentaba, quizá manteniendo la individualidad de cada grupo, pero con un objetivo común. Tal como dramáticamente ocurrió bajo la dominación romana, en los años previos a la destrucción de Jerusalem (año 70 de la era común) cuando diferentes sectores quisieron llevar a cabo su propia guerra contra Roma. El resultado fue su radicalización, su aislamiento y la violencia entre ellos, con la posterior derrota ante los legionarios. Siglos de odio, intolerancia, apartamiento condujeron a la formalización de comunidades cerradas, con un contacto mínimo con el entorno circundante, reducido tan sólo a lo necesario y de manera totalmente impersonal. La última experiencia trágica en ese sentido sucedió durante la dictadura militar argentina, entre los años 1976-l983.
Como se puede observar, aun cuando la convivencia de los judíos dentro de su marco pueda ser conflictiva y, en algunos casos hasta destructiva (sin embargo, la vocación por la pervivencia es siempre muy superior a las tenden­cias tanáticas, si se permite el término), debemos posar nuestra mirada en el exterior y registrar los cambios en la temperatura política que se registran allí.
¿Es tan sólo cuestión de política? Yo creo que sí.
Los países en que la democracia como forma de vida llevada a su organización política constituye una tradición, poseen como elemento arraigado en sus constituciones el respeto a las minorías religiosas (aunque puede no existir la misma consideración hacia otras minorías, entre ellas, étnicas y sexuales). Ello trae consigo no sólo el respeto de la mayoría hacia las mismas, sino, funda­mental, el respeto de esas colectividades hacia su interior. El saberse respetado, protegido por las leyes, amparado por los más altos estrados de la justicia, promueve en la persona y su comunidad de origen una valorización creciente de sus potenciales y la seguridad que otorga confiar en el sistema. Aun cuando puedan cometerse errores o desviaciones malintencionadas, la red de instancias que asisten al ciudadano es tal que ellos pueden subsanar­se manteniendo incólume los principios consagrados.
En cambio, aquellos países en los que los valores democráticos no se encuen­tran arraigados, ya sea por ausencia de vocación de sus líderes, desinterés de sus habitantes, entregados a la ilusión demagógica de dirigentes carismáticos u obligados a una permanente discusión por temas sociales y económicos, que diluyen de sus horizontes otras perspectivas que hacen al fondo de una nación, o continuas interrup­ciones del orden constitucional ocasionando la anula­ción de proyectos que sólo a largo plazo pueden madurar y hacerse efectivos, las comunidades extrañas al tronco común mayoritario no tienen otra alternativa que procurarse a sí mismas el espacio en el cual desarrollarse y prosperar, material como espiritualmente, cuidando de no molestar al administrador de turno.
Ante la ausencia de un marco legal que proteja los derechos de esas colectivi­dades a diferenciarse precisamente de ese tronco común mayoritario, la tierra de nadie que supone esa carencia se manifiesta en la falta de respeto que debe existir hacia ellas, y como dije más arriba, se traduce en la dilución del propio respeto, que muchas veces se paga con el desvanecimiento de la identi­dad, la renuncia a valores esenciales y echando al olvido el cuerpo de doctrinas, tradiciones e instrucción que operan como referencias de esa comunidad. La mayoría de las veces este proceso no es voluntario. Se expresa como un lento deslizamiento por acomodamiento a una realidad que se hace cada vez más opresiva. Obra en el inconsciente y cuando la persona, tanto como su comunidad, advierten los nefastos resultados suele ser muy tarde. La asimila­ción se ha cumplido.
Este puede ser uno de los posibles desarrollos de los que he hablado al principio de este ensayo. La evolución desde un centro hacia una periferia, ­desde un judaísmo pleno hasta una pérdida total de sentido judaico. Y, por supuesto, una significación nula.
Sin embargo, la disolución de la identidad judía puede sobrevenir por causas más sutiles, mucho más elaboradas que la ausencia de un marco legal que regule el respeto entre mayorías y minorías. Hacia allí nos embarcamos.
En una época signada por el fin del pensamiento crítico, la ausencia de relatos fundacionales y la velocidad en que todo parece consumirse, la persona empieza a perder densidad. Cae en el abismo de la superficialidad, cede ante las presiones de un medio que es únicamente imagen. No hay tiempo para la cristalización; en el proceso, el sólido pasa a líquido y éste a vapor que es rápidamente disperso por los vientos de la renovación.
En este escenario sin matices, un factor definitorio como la identi­dad ha comenzado a perder su sentido. La identidad nos hace seres únicos, diferencia­dos, nos presenta al mundo con nuestra potencia de senti­mien­tos y posibilidades. Las comunidades, desde los grupos afines hasta las naciones, se conforman a partir de personas con rasgos comunes en su pensamiento y particu­laridades, base que sustenta a la identidad. Identidades múltiples nos hacen partícipes de colectividades diversas: el club, el barrio, la ciudad, el país, la religión, la cultura, los partidos políticos. A pesar de esa diversi­dad, en nuestro interior está presente el alma de lo que somos, de lo que nos hace ser una individualidad. Hoy la identidad aparece como un dique necesario para hacer frente al remolino de la unificación. Zygmunt Bauman asegura que "la búsqueda de la identidad es la lucha constante para dar forma a lo informe"(1). Más adelante sostiene que "las cosas deliberada­mente inestables son la materia prima para la construcción de identidades necesariamente inestables"(2). Con el propósito de dar forma a esta necesidad, ha surgido en los centros académicos franceses y estadouniden­ses un movi­miento denominado Multiculturalismo o Estudios cultura­les que intenta salvar la identidad cultural de los pueblos, en oposición a una supuesta identidad política devastada, cuyo objetivo es revalo­rizar las singularidades de cada grupo humano, pecularieda­des cultura­les, costumbristas, de producción y consumo, tradiciona­les en su más amplio concepto. Al reponer en un primer plano a esas comunida­des, se piensa que el fenómeno unificador se debilitará y terminará por perder eficacia, devolviendo la independencia a los sojuzgados habitantes del infierno consu­mista. En palabras de Beatriz Sarlo: "El multiculturalismo ha creado escena­rios llenos de promesas. Como forma de relativismo cultural afirma el lugar de la diferencia como espacio que debe ser respetado en términos democráticos y es relativamente optimista frente a la fragmentación de lo social y descubre el principio de la autonomía y de la resistencia en el despliegue de las diferencias culturales"(3).
Sin embargo, los estudios culturales carecen de una línea orgánica de pensa­miento, lo cual ha creado una mayor confusión en la situación actual porque al poner de manifiesto las cualidades intrínsecas de cada pueblo, generalmente al margen del centralismo europeo que representa la esencia de la Modernidad, lo que ha hecho es liberar atávicas condiciones de vida que en poco y nada pueden contri­buir a esa lucha que se proponen librar. Así, lo que parece ser un arma se convierte en una mera representación exótica que atiza el odio y el resentimiento antes que un justo reclamo de igualdad. Recuperar expresiones del pasado y exhibirlas como antecedentes para reivindicar derechos políticos no parece ser el camino a seguir. Por el contrario, se asemeja en mucho a un nuevo capítulo de la sempiterna confrontación entre el Modernismo y sus adversarios, entre la racionalidad y el irracionalismo, entre la civilización progresista y las oscuras ideologías que propugnan dictaduras redentoras.
En consecuencia, ¿cómo se conjuga un universo multicolor, atractivo, pleno de incógnitas, muchas de ellas actuando como disolventes de la propia identi­dad, con el ámbito del judaísmo?
Para lograr una aproximación, consideremos el siguiente modelo. Imagine­mos una esfera en el espacio. Al intersecarla con un plano, sobre éste queda delimi­tado un círculo y todos saben que la semirrecta que une su centro con un punto del perímetro de la circunferencia se denomina radio. Considere­mos que en el interior de esta figura plana hay una sustancia que se denomina "judaís­mo", cuya densidad es mayor en torno al punto central y que va disminu­yendo, a modo de gradiente, a medida que por el radio nos dirigimos al exterior, cuyo contenido es todo aquello que no recibe el nombre de "judaís­mo", representado por los elementos que he mencionado más arriba, y que constituye una fuerza atractiva de consideración, que supera a las fuerzas interiores próximas al perímetro. También aceptemos que la circulación a través del gradiente consume menos energía si nos movemos de adentro hacia afuera. La circunferen­cia es permea­ble, por consiguiente en los bordes la interacción entre ambas sustan­cias es posible, pero como el gradien­te es negativo hacia el punto central, el elemento que rodea al círculo no llega hasta él; se neutra­liza en alguna región. Considere­mos un punto que se traslada desde el centro hasta el exterior.
Este modelo me va a ser útil para explicar algunas situaciones. En torno al punto medio, la "concentración" de judaísmo es tal que no genera ninguna alternativa diferente. La religión, las tradiciones, las enseñanzas clásicas repelen cualquier mixtificación, las formas absolutas se transfieren de padres a hijos y no se ponen en duda los principios ancestrales. Las fuerzas internas son de tal magnitud que no permiten, sino raras excepciones, la diáspora de sus integrantes. Ocurre a veces, que ese punto central atrae a otros que se hallan alejados de él en un proceso inverso al que aquí estoy describiendo.
Entre el abigarrado sector lindante con el núcleo y el área próxima al margen, se desarrolla una extensa zona en la cual es posible aprehender los elementos externos sin abandonar los propios. Es decir, allí el judaísmo con sus virtudes prevalece pero no desdeña las cualidades que puede ofrecer el entorno, la interacción enriquece las perspectivas y el ideal sería que ese enriquecimien­to fuera mutuo.
Por último, en las proximidades del contorno y en íntima relación con el exterior se encuentra la franja más débil de los fundamentos judaicos. La gran presión que ejerce el animado mundo multicolor opera como un atractivo indisoluble que pronto atrapa las voluntades de quien precisamente se ve esquivo de voluntad judía. La emigración se verifica casi en forma espontánea y el yo ancestral se aniquila por la ausencia total de compromisos frente a la comunidad de origen.
Lo que antecede es un modelo y nadie asegura que se compruebe en un cien por cien lo expuesto. Sin embargo, puede ser de alguna utilidad a la hora de definirnos como judíos habitantes de ese universo abierto, fascinante, seductor, fuertemente cuestionador de nuestro ser, que describo más arriba. Para aquellos que acepta­mos la diversidad como algo que nos aporta cultura, conocimientos o distracción, el otro diferente se sitúa ante mí como referen­cia ineludible de mis valores. Pero cuáles son éstos que yo como judío puedo aportar a esa ecuación para que tenga sentido. Se trata, en palabras de Fernando Savater, del "mínimo común denominador" de los valores(4), y que entre los herederos de Moisés son los que nos fueron dados al pie del monte Sinaí, la ética, las palabras de los profetas, el respeto a la vida, los derechos humanos y quizás una mirada más experimentada de las cosas de este mundo. Desde un centro absoluto hasta un límite que licúa relaciones con la trascen­dencia (y que a pesar de ello no debe ser descartado como elemento de aprendizaje), el alma judía tiene los suficientes reparos para desarrollarse a partir de una educación consagrada a ponerlos de relieve y ofrecer así pautas que posibili­ten la vida en el margen, sin el riesgo de caer en la disolución. A partir de esta educación sólida, consolidada, daremos a nuestra comunidad la fuerza necesaria para reclamar los derechos que nos son inherentes ante las administraciones estatales, y además, hacia el interior de la misma, evitare­mos de raíz las preguntas acerca de la significación de ser judío en la actuali­dad y que al cuestionar nuestra identidad sólo aportan mayor confusión a la realidad circundante.

Notas
(1)-Zygmunt Bauman, "Modernidad líquida", Fondo de Cultura Económica de Argentina, Buenos Aires, 2002, pg.89.
(2)-Id. pg.92.
(3)-Beatriz Sarlo, "Sensibilidad, cultura y política: el cambio de fin de siglo", en "Observatorio siglo XXI. Reflexiones sobre arte, cultura y tecnolo­gía", José Tono Martínez (comp.), Editorial Paidós, Buenos Aires, 2002.
(4)-Fernando Savater, "Globalización de los valores", en José Tono Martínez (comp).Op.cit.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

ESCRITORES JUDEO-ARGENTINOS: UNA LITERATURA DESDE LA PROVOCACIÓN

Una cuestión que podría generar un buen debate es definir qué tipo de cultura judía se desarrolló durante la última centuria y si influyó en la creación argentina como algo determinante o si fue solamente un elemento adventicio del gran tronco, que poco y nada contribuyó al árbol que representa a nuestro país en el bosque cultural de las naciones. Para acotar el enorme territorio que se conoce bajo la denominación de cultura voy a considerar la expresión literaria, de la que me considero ciudadano.
Alberto Gerchunoff, el celebrado autor de Los gauchos judíos, tuvo en cuenta no sólo la originalidad de sus historias sino la riqueza del idioma castellano, instrumento incondicional de integración a la nueva tierra. El maestro Gerchunoff nos legó un único mandamiento: hacer del idioma castellano nuestro idioma y en consecuencia preocuparnos por respetarlo, cultivarlo y, en lo posible, mejorarlo. En consecuencia, su buen uso debe ser una preocupación constante del escritor judeo-argentino. El desvelo permanente por el bien decir y mejor escribir ha sido el gen dominante en la transmisión de la palabra. Sin embargo, me pregunto si ésa ha sido una contribución apreciada a la hora de reconocer aportes fundamentales de los intelectuales judíos a la cultura nacional argentina.
Otra cuestión se refiere a la temática abordada por los escritores argentinos de origen judío.¿Qué identifica a un autor judío de un colega gentil?¿Para ser un creador literario judío se deben abordar temas exclusivamente judíos?¿Es suficiente que en una historia dada el personaje González se transforme en Bielinsky para transmutarse en una novela judía?¿Es una cuestión de apellidos?¿De sensibilidad?¿Raíces, tradiciones?
Me imagino que a Sholem Aleijem y a la pléyade de autores idish, que destaca­ron entre fines del 1800 y comienzos del 1900, estas cuestio­nes los tenían sin cuidado. Sumergidos en el mundo del shtetl­, aunque ellos mismos conocieran el mundo exterior, sus personajes no tenían otra alternativa más que ser judíos a pesar de algunas disidencias con el destino impuesto. Ellos eran judíos y los demás los veían como judíos. Algo similar ocurre en la narrativa del moderno Estado de Israel: Amos Oz o A.B.Iehoshua han tenido la oportunidad de adquirir una conciencia clara del exterior; ellos no viven en un gueto ni encerrados en una burbuja opaca, pero a la hora de incluir personajes en sus historias, loca­les o universales, ellos no se cuestionan si serán o no judíos, israelíes, o ambos.
De esta manera hemos transitado los últimos cincuenta años en una ambivalencia que no termina de definirse. La ficción, la memoria autobiográfica, el ensayo han dado nombres que alcanzaron relieve. Ellos han realizado su aporte a la literatura argentina desde su óptica judía, pero ¿han tenido el mismo éxito cuando su creación visitó las fuentes judías a partir de su ser argentino?¿En qué medida la temática judía en sí puede despertar interés en un lector medio no judío? ¿Debemos, pues. desgajarnos y escribir un doble mensaje: literatura judía para nuestras acólitos y literatura gentil para los demás?
Ante este panorama, rápi­damente gana espacio la dicotomía entre el "ser argentino" y el "ser judío", ­términos de una re­lación que se define como inversamente proporcional, en cuanto que si uno se incrementa, el otro decrece. Desde el exterior, no se acepta la coexistencia de la naturaleza argentina y judía. Más allá de la conjunción copulativa, lo que se impone es la disyunción.
Para llegar a la unidad del yo en un medio extraño, que es una forma de identidad plena, debe verificarse la igualdad completa entre el "ser argentino" y el "ser judío", o­peración, sin embargo, que no debe disolver actitudes propias de cada forma sino articular caracte­rísticas en una sumatoria creadora y no limitan­te. A pesar de ello, algunos judíos, que lamentablemente no son pocos, creyeron que hacer prevalecer su "ser argentino" implicaba abandonar las raíces y liquidar de ese modo sus rasgos particulares. Ese ingreso a la mayoría, sin embargo, conlleva la disolución de la identi­dad, la licuación de elementos esenciales en aras de un anonimato que no crea conflic­tos aparentes, pero cuyo sustrato está siempre presente y latente. Desapa­re­cer como judío y emerger como argentino a secas obra como una ilusión efímera. Su­mergirse en la mayoría, proletarizarse a costa de perder la identidad que es propia, no prestada ni simulada, lleva a desgarramientos peores por insatisfacción porque las mayorías no proponen soluciones a la angustia existen­cial, es tan sólo un dejarse llevar sin voluntad. Se pierde el cuerpo, mas la concien­cia sigue viva y más aún si es esa conciencia la que ha provocado buscar este último recurso.
En consecuencia, ese "ser judío" debe ser parte integrante de nuestro Ser. El judaísmo posee una potencia creadora que es propia de su milenaria vitalidad. ­Esa trayectoria se ha sustentado en un firme apego a la vida, a la incorpora­ción de valores que en la mayoría de los casos han sido de su propia invención y otros adaptados bajo el imperio de la aflicción. Todos ellos han conformado un corpus que no dudamos en calificar de "judío".
Esa propia característica es la que debe trascender, tanto en nuestra vida de relación como la que se vuelca en la creación artística. Sea en la literatura, las artes plásticas, la música, todas ellas en sus más variadas expresiones, ­podrán convertirse en terreno fértil para que esa potencia devenga en acto.
En ese intento por expresar lo judío no se exige al autor la construcción de epopeyas o relatos imponentes o siquiera una consciente dedicación al tema. El abanico de posibilidades que se abren abarca tanto el desarrollo de los ideales más nobles y la consolidación de un pensamiento libre como la no menos intensa recreación folklórica, la recupera­ción del idish como idioma esencial, la cocina, la picaresca de grupos marginados, gestos, la lengua cocoliche.

La descripción del interés que pueda despertar la temática judía como tal en un lector medio no judío merece recorrer algunos ejemplos En el año 1970, Marcos Aguinis ganó el prestigioso premio Planeta con una novela que para esos tiempos era poco menos que diabólica, La cruz inverti­da. Polémica, controvertida, atacaba el corazón de la religión oficial. Fue un éxito. A partir de entonces, Aguinis fue el estandarte de lo no convencional y para pesar de muchos lo hacía desde una posición de judío militante. Así vinieron Carta esperanzada a un general (1983), Un país de nove­la (1989), Nueva carta esperanzada a un general (1996), sin olvidar la fascinante La gesta del marrano en la que ataca despiadadamente el máximo símbolo del Cristianismo al que tilda de "instrumento de tortura" (pg. 433) y más recientemente su proclama ¡Ay, patria mía!
En 1995, la filósofa Diana Sperling publica su ensayo Genealogía del odio. Sobre el judaísmo en Occidente. Allí propone la disolución de la metafísica aristotélica como columna vertebral del pensamiento occidental y su reemplazo por las enseñanzas de la religión judía, pasando por alto al Cristianismo al que asimila al pensamiento clásico griego. Un año después, el filósofo Santiago Kovadloff presenta Lo irremediable. Moisés y el espíritu trágico del judaísmo, donde se marcan similitudes entre el judaísmo y la mitología griega inspiradora de la tragedia como género literario, y un paralelismo entre el legislador hebreo y Edipo.
Estos tres autores generan un espacio para la polémica con su atrevimiento de poner en duda lo establecido, lo inconmovible, lo definitivo. Estos tres autores judíos nos señalan el camino, a pesar de lo cual no es el único pues los otros que hemos mencionado siguen siendo válidos y recorrerlos en toda su extensión depende de quien inicia la marcha. Lo que realmente importa es que ante cada elaboración de un creador judío se adquiera la certeza ineludible de que se estará en presencia de un elemento del cual no se podrá prescindir, además de su calidad artística, por constituir­se en un registro de lo diferente, cuestionador de la realidad, agresivo contra las verdades aceptadas como definitivas. En una palabra, que muestra el otro lado de las cosas. O con las palabras más precisas de Saúl Sosnowski: "La percepción pública debe ir del extrañamiento ante el ser judío a la aceptación de que el ser judío sea la clave para comprender la turbulencia de ciertas historias y de todo tiempo. Se trata de verlo como índice de resistencia ante la represión masiva que sólo se autosatisface con la desaparición del inconforme". Y a partir de allí, "interesar no sólo al judío por su cuota de reconocimiento sino también al no-judío por su dosis de marginalidad frente a los ejes que adopta para definir su cultura y por la lectura renovada que hace de su propio pasado".
En este contexto, cobran también importancia los personajes judíos. No deben ser vistos como paradigmas o arquetipos, o resumiendo sobre sí virtudes y defectos. Ni el bueno legendario o el malo recalcitrante. Ni el Mesías salvador ­ni el demonio siempre dispuesto a hacer caer a los desprevenidos. Tan sólo gente común que vive alegrías, tristezas, esperanzas y decepciones, que expresan su judaísmo desde el centro vivencial o el margen desgarrador, pleno de dudas, sin olvidar las insinuaciones de un exterior colorido y saturado de tentaciones. Pero su actuación asimismo ha de reflejar el medio en que habi­tan, con la absoluta libertad de expresar opiniones, creencias y todo cuanto les inspire la realidad del país que han elegido para desarrollar su experien­cia vital. Los judíos somos cuestionadores por naturaleza y como señalé más arriba, siguiendo el concepto de Sosnowski, eso nos convierte en un "índice de la resistencia" frente a cuestiones que comprometen el devenir normal de la existencia.
En esas indagaciones el escritor judío puede ser puente hacia una comunicación constructiva con lectores que buscan otra mirada a las cosas que les suceden. En una época signada por la existencia de consumidores acríticos, la globaliza­ción, el pensamiento débil y la defunción por decreto de los grandes relatos emancipadores, el judaísmo emerge con la suficiente potencia para encabezar su propia búsqueda del sentido de la existencia, proponiéndola como alternativa cierta ante los embates de una posmodernidad interesadamente decadente, y los escrito­res judíos con la capacidad para llevar a cabo tal explora­ción. El resultado, ­natu­ralmen­te, dependerá del grado de compro­miso que posea el creador con sus raíces ancestrales.
Son tiempos difíciles pero lo serán más si acallamos la creación judía, crea­ción que sobrevivirá si nos escapamos de los moldes pasivos que se imponen desde afuera y, como siempre, nos mostramos provocativos, desafiantes, abiertos a la polémica con nuestros libros. Lo que se dice en buen idioma hebreo, jutzpáh.



BIBLIOGRAFÍA

Aizemberg, Edna. Books and Bombs in Buenos Aires. Borges, Gerchunof and Argentine-Jewish Writing, and. Brandeis University Press, New England (USA), 2002.

Aguinis, Marcos. La gesta del marrano, Editorial Planeta Argentina, Buenos Aires, 1992.

Gerchunoff, Alberto. Los gauchos judíos. Centro Editor de América Latina, Colección Capítulo, Buenos Aires, 1968 (primera edición en 1910).

Kovadloff, Santiago. Lo irremediable. Moisés y el espíritu trágico del judaísmo. Emecé Editores, Buenos Aires, 1996.

Onega, Gladys S. La inmigración en la literatura argentina. Galerna, Buenos Aires, 1969.

Senkman, Leonardo. La identidad judía en la literatura argentina. Pardés, Buenos Aires, 1988.

Sosnowski, Saúl. La orilla inminente. Escritores judíos argentinos, Edito­rial Legasa, Buenos Ai­res, 1987.

Sperling, Diana. Genealogía del odio. Sobre el judaísmo en Occidente. Emecé Editores, Buenos Aires,1995.

Viñas, David. Literarura argentina y política: de Lugones a Walsh. Sudamericana, Buenos Aires, 1990.