LOS JUDÍOS ARAGONESES
Y LA CONSTRUCCIÓN DE LA REALIDAD
Yehuda Baer ha escrito: “Ninguna otra sociedad judía en toda la diáspora aceptó las ideas y las tendencias políticas de su tiempo tan abiertamente como lo hicieron las comunidades de Aragón”. (1)
Los acontecimientos históricos suelen llegar al conocimiento público a través de la interpretación que hacen de ellos quienes se dedican a su estudio y difusión. Uno de los componentes de esa exégesis es la ideología que profesa el comentarista, que puede agregar, y en otros casos restar, densidad al hecho según los aspectos que cada intérprete desee destacar. La tarea primordial de este trabajo es poner en perspectiva la experiencia de los judíos residentes en Aragón durante el período que media entre la reconquista del reino del dominio árabe ocurrida en el año 1118 hasta el establecimiento de la Inquisición y las consecuencias derivadas de ese acto, en 1485. En ese lapso de poco más de tres siglos y medio, los hijos de Israel que habitaban la ciudad de Zaragoza y otras vecinas pudieron desarrollar una visión particular de su situación que llegado el momento les impidió ver el resultado que podrían acarrear sus propias acciones. Es lo que aquí denomino “construcción de la realidad”, y que intento exponer sin interferencias de ninguna índole.
Los episodios que condujeron al trágico desenlace se iniciaron con la recuperación de Zaragoza, en 1118. En forma simultánea con su coronación como rey de Aragón, Alfonso I permitió a los judíos permanecer en sus barrios, ejercer industria y comercio, y dedicarse a la labranza de tierras como ocurrió con un tal Benveniste, a quien se le adjudicó una viña (2). Con el paso del tiempo, estas ventajas consolidaron el crecimiento vegetativo de los israelitas hasta el punto de que la antigua aljama (localizada en la sección sudeste de la muralla que rodeaba Zaragoza) (3) resultó insuficiente para albergarlos y ocasionó su expansión hacia las calles lindantes, con lo cual judíos y cristianos empezaron a vivir en casi íntima vecindad, a pesar de las ya existentes disposiciones eclesiásticas en contrario (por ejemplo el Concilio de Ilíberis, a mediados del siglo IV).
Un siglo después, Jaime I el Conquistador, que reinó entre 1213 y 1276, dictó nuevas normas en beneficio de sus súbditos israelitas, tales como la eximición de impuestos y la entrega de tierras(4). También se negó a aplicar la decisión del Concilio Laterano que imponía el uso de la señal distintiva; aunque finalmente, en 1228, ordenó que llevaran una señal amarilla y un sombrero redondo, (5). Y en un hecho inusual, participó en la disputa intercomunitaria acerca del estudio o no de la obra de Maimónides y de la filosofía aristotélica, al apoyar a Moshé ben Najman, Najmánides, que sostenía una postura favorable (6). En razón de su política de apertura, Jaime I nombró a Yehuda de la Caballería, baile (administrador) de Zaragoza, por carta del 27 de abril de 1264; el año anterior, le había permitido tener cazador, cristiano o hebreo, para abastecer su carnicería del barrio judío, otorgada asimismo por privilegio real, donde también tenían domicilio (7).
Los reyes cristianos sólo pudieron hacer efectiva su potestad sobre Aragón por medio de alianzas con los nobles terratenientes y los representantes de la Iglesia que afianzó el sistema feudal en momentos en que ya se encontraba en decadencia en el resto de Europa, con lo cual creaba un balance desfavorable al monarca ya que siempre estaba en deuda con ellos, tanto en la faz económica como en la política. A cambio de sus favores, los caballeros exigían un marco legal que les asegurara sus derechos contra las exacciones de la casa real. Así, el rey debió allanarse a la promulgación de un documento que regulaba sus relaciones con los habitantes de Aragón. Los Fueros del Reino reconocían a los aragoneses hombres libres disponiendo, entre otras medidas, que los jueces no podían proceder en secreto; los que hubieran cometido un delito debían ser llevados a cárceles públicas y no a prisiones privadas, quedando vedado el uso de tormentos (salvo para los falsificadores de moneda). Si alguna de estas cláusulas era violada, se podía acudir a las armas para restaurarla. Permitían ocupar los empleos públicos más importantes de sus respectivos municipios y participar en los órganos de gobierno del Reino.(8) Las mujeres gozaban asimismo de estas facultades y las hebreas, dentro de su ámbito, tenían más capacidad jurídica que en los otros reinos por lo que solían ser procuratrices de personas extrañas, administrar los bienes matrimoniales y firmar contratos. Excepto los vasallos y los judíos, estas prerrogativas eran universales y obligatorias. Los Fueros del Reino y sus beneficios, en particular los que se relacionaban con los empleos públicos y la posibilidad de enriquecerse con su desempeño, fue la razón de que un número significativo de israelitas optara por la conversión.
A comienzos del siglo XIV, las luchas sociales dentro de las aljamas debilitaron la posición de los judíos, (9) que resultó en la pérdida de sus cargos públicos en favor de una nueva clase de altos funcionarios cristianos leales a la Corona; sin embargo, no mucho tiempo después, estos mismos funcionarios fueron reemplazados por judíos conversos que habían pasado a ser cristianos pero sin perder ninguna de las características propias de su ascendencia. (10). En sus funciones, estos cortesanos favorecieron el progreso de la administración real y del estado. El adelanto político de esa nueva clase dirigencial conllevó su avance social y económico. Se conformaron grandes fortunas que favorecieron el vínculo con las antiguas familias cristianas del reino, prestándose una ayuda mutua: estas familias obtenían una renovada posición económica y los conversos ascendían en la escala social, legitimándose. Si se contaba con la influencia necesaria, los beneficios y seguridades que brindaba Aragón neutralizaban los contratiempos que podían surgir. Perturbaciones tales como la Cruzada de los Pastores, las secuelas antijudías a raíz de la Peste Negra y las acusaciones de profanaciones de hostias y crimen ritual, aunque ocasionaron un efecto negativo, no interrumpieron la bullente vida judía que se desarrollaba en las aljamas o las que mantenían los neocristianos, muchas veces ante la vista de todo el mundo.
Los alzamientos antijudíos de 1391 no dejaron un número significativo de víctimas debido a la ocasional presencia del rey Juan I en Zaragoza (11), aunque provocaron una nueva ola de conversos, separados de la judería por el monarca en 1393.(12) Las predicaciones de Vicente Ferrer y el Congreso Teológico o Disputa de Tortosa, (13) una magna asamblea de adoctrinamiento cristiano que tuvo lugar entre el 7 de febrero de 1413 y el 20 de noviembre de 1414, lograron el objetivo que no consiguió la violencia: la conversión en masa de judíos aragoneses, entre ellos sus personajes más influyentes. Los israelitas que habían resistido el asedio recibieron de Alfonso V ayuda para el resurgimiento de las aljamas que, a partir de entonces y hasta la expulsión en 1492, llevaron una vida tranquila y modesta aunque sacudida por frecuentes conversiones. Los cristianos nuevos sin fortuna continuaron viviendo en los barrios judíos, conservando sus oficios anteriores mientras que algunos pudieron iniciar una carrera en la administración pública, sin posibilidad de integrarse a la sociedad cristiana que les expresaba su odio por haber sido judíos. Por su parte, las ricas y poderosas familias convertidas acrecentaron su influencia y el radio de sus transacciones económicas, si bien muchos de sus integrantes usaban esa fachada para continuar en el interior practicando su ancestral lealtad a la ley de Moisés. Se estima que unos 5000 israelitas de toda la región del Ebro abandonaron su religión debido a Tortosa (14), cuando en el momento de mayor florecimiento habitaban en Aragón unas 12000 almas, cifra que se mantuvo después de los acontecimientos de 1391 ya que aquí se concentró la mayoría de los judíos de la Corona. Zaragoza debió alcanzar entre 1500 y 2000 personas, aunque disminuyó durante el siglo XV(15).
El rápido recorrido expuesto hasta aquí podría sintetizarse diciendo que a pesar de las luces y sombras recurrentes en el proceso, los judíos de Aragón y luego los neocristianos no pasaron por mayores zozobras. La escasa o nula vigilancia sobre los nuevos bautizados a cargo de las autoridades civiles o eclesiásticas permitió entre ellos el desarrollo de una práctica discreta de su judaísmo, máxime cuando los que tenían la tarea de prevenir esos desvíos pertenecían a su misma condición ya que no era inusual que funcionarios reales o monacales pertenecieran a familias de conversos. De igual modo pudo influir en el criterio de la mayor seguridad que todos los sucesos que llevaron aflicción a los judíos aragoneses se hubiesen originado más allá de las fronteras del reino: Sevilla, Segovia, Toledo, Ciudad Real..., creando, en consecuencia, una presunción de inmunidad que jamás existió.
El principio del fin empezó, como todos los males que se abatieron sobre Aragón, más allá de sus fronteras, cuando Fernando e Isabel, los reyes católicos, decidieron instalar tribunales de la Inquisición en el reino, establecidos el 17 de octubre de 1483, con la designación de Tomás de Torquemada como inquisidor general.
A partir de este momento comienza una serie de acontecimientos que sólo pueden adjudicarse a una equivocada evaluación de la realidad circundante que origina la percepción fragmentaria de lo inmediato. Los cristianos nuevos que eran en su mayoría los principales caballeros de Aragón consideraron que su lealtad al rey Fernando junto al amparo que les aseguraban los Fueros del Reino serían suficiente protección contra el accionar del Santo Oficio, por ese motivo y para no contrariar la voluntad real aceptaron su decisión e inclusive juraron favorecer sus acciones. Era tarde para reaccionar cuando comenzaron las causas secretas, los delatores, los testigos ocultos, las cárceles privadas; y luego, las torturas, la confiscación de bienes, los ajusticiamientos en las hogueras... Todo esto en abierta violación a la legislación emanada de los Fueros, sin que nadie se levantara en armas para su defensa, tal como expresamente consignaba.
Los conversos apelaron enviando embajadores al rey y al papa. Fue en vano. El pontífice Sixto IV comprendió que el dominio de este nuevo tipo de Inquisición pertenecía más al rey que a él mismo. (16). Los acontecimientos se precipitaron al producirse la detención de Leonardo Elí, uno de los más poderosos conversos, que se había distinguido en el judaísmo con el nombre de don Samuel (17). Luego de fracasar el intento de utilizar su influencia en la corte, la desesperación los condujo a buscar un medio más expedito: matar a algún individuo de la Inquisición para amedrentar a los demás y aun al rey mismo (18). Los conjurados aportaron dinero para contratar a los asesinos, mientras concluían que el inquisidor Pedro Arbués sería la víctima propicia para sus designios. El 15 de septiembre de 1485, entre las once y doce de la noche, al entrar en la Catedral zaragozana, llamada Seo, el maestro Arbués cayó víctima de los asesinos, a pesar de las precauciones tomadas luego de los cuatro atentados previos sufridos. (19)
Al conocerse la noticia, los cristianos de la plebe de inmediato relacionaron a los marranos con el crimen, se amotinaron y salieron en su busca para matarlos. El arzobispo Alfonso de Aragón, hijo natural de Fernando el Católico, y cristiano nuevo, evitó una masacre al conseguir contener a la turba, bajo la promesa de castigo (20). Rápidamente fueron designados nuevos inquisidores que, a instancias de Tomás de Torquemada, iniciaron los procesos y un año después los autores materiales ardían en la pira. También cayeron los instigadores, quemados en persona o en estatua, y los otros complicados, por tener parte lejana, conocimiento de la conjura o haber auxiliado a los fugitivos (21). En poco tiempo, se reunieron más de doscientas víctimas, la mayoría judíos conversos, quienes sufrieron los peores castigos (22). Por gestiones iniciadas por los monarcas, Arbués fue proclamado mártir, beatificado y finalmente canonizado en 1867. En el sitio en que se consumó el crimen se escribieron en unas tablas los nombres de los autores y cómplices; los intentos por quitarlas fueron impedidos por el inquisidor y obispo de Barcelona, Martín García, y allí permanecieron hasta fines del siglo XIX (23).
Se ha comprobado de manera fehaciente que el rey Fernando estaba en conocimiento de la conjura contra Arbués y que si no la evitó fue porque consideró que era funcional a sus planes. En efecto, su política de unidad nacional y su arma predilecta, la Inquisición, resultaron fortalecidas con ese acto; además, quitaba del escenario a varios posibles conspiradores, mientras evitaba el suplicio y la muerte a los que pensaba útiles vasallos, entre ellos Alfonso de la Caballería, vicecanciller del Reino, Martín de Santángel, Gabriel Sánchez, Sancho de Paternoy, quien luego de un proceso de siete años, torturado casi hasta el desahucio, fue liberado conservando su título de Maestre Racional de la Corte, a quienes veremos algunos años después en las tratativas que llevó adelante Fernando con el almirante Cristóbal Colón en la búsqueda de financiación para su viaje a las Indias por Occidente.
El irresponsable asesinato del inquisidor demuestra hasta qué punto los judíos conversos se hallaban alejados de la realidad e incapaces de distinguir los cambios que traía consigo la nueva era que atravesaba España. Sumidos en los dilemas de su propia subsistencia, no se percataron de que las antiguas lealtades y conductas habían dejado de existir. Ni los Fueros del Reino ni la fidelidad a la persona del monarca, si no a la monarquía como institución, conservaban el valor que ellos le asignaban, cimentados en una tradición carente de sustento. Fueron incapaces de hallar una salida porque su sentido político había quedado en el pasado y procedieron de acuerdo a los códigos de ese tiempo: la violencia. Fallaron también en evaluar la reacción que su acto originaría entre sus vecinos. Supusieron que sería aceptado y aún avalado por una sociedad que esperaba el más mínimo error de su parte para caerles encima con todo el peso del odio y el resentimiento, que concluyó con el Edicto de Expulsión del 31 de marzo de 1492.
NOTAS
(1)- Citado por Beinart, Jaim. Los judíos en España. Editorial Mapfre. Madrid, 1993, pg. 141.
(2)- Beinart, op.cit. pg. 83.
(3)- Lacave, José Luis. Juderías y sinagogas españolas. Editorial Mapfre. Madrid, 1992, pgs.96-100.
(4)- Una exposición de las disposiciones de Jaime I con relación a los judíos, en Amador de los Ríos, José. Historia social, política y religiosa de los judíos de España y Portugal. Imprenta de T. Fortanet. Madrid, 1872, T1, pgs. 377-439.
(5)- Beinart, op. cit. pg. 241.
(6)- Beinart, op.cit. pg.116.
(7)- Serrano Sanz, Manuel: «Los amigos y protectores aragoneses de Cristóbal Colón»; en Orígenes de la dominación española de América, Madrid, 1918, pg.180.
(8)- Andreu Ocariz, Juan José. “Aragón en la época del descubrimiento” y “Aragón y los descubrimientos”; en Aragón y América. Asín, Francisco Javier. Editorial Mapfre. Madrid, 1992, pg. 24.
(9)- Lacave, op. cit. pg. 96.
(10)- Beinart, op. cit. pg. 123.
(11)- Amador de los Ríos, José. Estudios históricos, políticos y literarios sobre los judíos de España. Ediciones Solar. Buenos Aires, 1942, pgs. 65-68.
(12)- Beinart, op. cit. pg.175.
(13)- De los Ríos, 1942, op. cit. pgs. 82- 100.
(14)- De los Ríos, 1942, op. cit. pg.101.
(15)- Lacave, op. cit. pg. 99.
(16)-Llorente, Juan Antonio. Historia crítica de la Inquisición de España. Tomo I. Barcelona, 1870, pgs.102-106.
(17)-Amador de los Ríos, 1872, T3, pg. 259. Leonardo de Elí fue quemado tras un largo proceso el 8 de julio de 1491, Ver Apéndice pg. 616-634.
(18)-Del Castillo y Magone, Joaquín. El Tribunal de la Inquisición llamado de la Fe. Tomo I. Imprenta de Ramón Martín Indar, Barcelona, 1835, pgs.75-76.
(19)-Amador de los Ríos, op. cit., 1872, T3, pgs. 261-62.
(20)- Llorente, op.cit. pg.117.
(21)- Una lista completa de los participantes en la conspiración en Amador de los Ríos, op. cit., 1872, T3, pgs. 259-265. Llorente, op.cit., pgs.115-117 y 124-26.
(22)- Del Castillo, op. cit. pgs.76-77.
(23)- Amador de los Ríos, op. cit.,1872, T3, pg. 266 nota.
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